8/25/2008

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Las fecundas horas que pasé recorriendo cualquier lugar como si fuera un desierto, en búsqueda desinteresada y sin motivo, hicieron surgir en mí el temor a que el desierto soy yo. Sentirse tan vasto interiormente puede ser tanto por una falta o un exceso de puntos que permitan, generando territorio, dimensionar el paisaje. La falta se asemeja a un desierto, el exceso a una bodega copada cuyos límites no se alcanzan a imaginar. Debo inclinarme por lo primero; la falta, la ausencia, o mejor, lo subterráneo. Mis recuerdos e inquietudes más fuertes son apenas como leves salpicadas de arena producto del ajetreado tránsito de un pequeño animal por debajo de un punto antes inhóspito del desierto. Los pierdo de vista rápidamente porque se sumergen demasiado y al cabo de unos días las olas que el viento acarrea por la arena borran su rastro, otras vecen descubren por sorpresa al animal en un encuentro trágico. Comienza su lucha por hundirse nuevamente, ha sido archivado.

Sucede ahora que me siento lleno de viento, lleno de energía, u ondas, ser el espacio que hasta los límites de mi cuerpo llega. El problema que suscita mi agitación es que no aparecen sitios de resistencia responsables de transformar esas olas, transporte de mi señal, en oleaje. No puedo reconocerlas, son solo medios en perpetuo avance, condenados a no ser nunca interrumpidos, no encontrarse con nada. Así, el sentimiento de vastedad interior se somete a la eternidad, la falta de puntos de referencia, con sufrimiento, en mi caso principalmente tristeza. La comunicación evaporada en la piel, transgredida en las aduanas del cuerpo, hace sentir el claustro que nos encierra en lo que parece el infinito: las constataciones suspendidas, el movimiento puro, desligado de las cosas y los hechos, ausencia de finalidad.


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