4/09/2013

La realidad tras la ventana



La nueva era digital trae consigo una variedad potencialmente infinita de herramientas
para el individuo y una sociedad. Poco a poco nos vamos sumergiendo y absorbiendo por
nuestra época de usuarios del mundo de la informática y multimedia, convirtiéndonos
finalmente en meros espectadores. El espectáculo de la era digital nos absorbe más que
cualquier otra experiencia espectacular. El ordenador o el “smartphone”, conectados a
un mundo divino nos ofrecen una experiencia tentadora en sus beneficios, utilidades y
potencial de saciar lo prohibido. Aquello que es prohibido se confunde con una realidad
ahora cotidiana, aceptada por aquellos unidos en el acto pasivo de contemplación.
La realidad misma en la que se sumerge el sujeto es un supuesto contemplativo, un
espectáculo que se nos muestra como una realidad sonriente, seductora, que nos
consuma en su simplicidad. El entretenimiento como distracción, ignorando la realidad
de representación espectacular, sumergiéndonos hacia lo que consideramos parte de
nosotros, pero aún así separada, en un reino divino, extirpada de nosotros, todavía ahí, en
el cielo, en las nubes, brillante y seductora.

El deseo del hombre está inmerso en una sociedad visualmente espectacular, por donde
quiera que vaya. No es necesario salir del hogar, y si lo hace no escapará de las imágenes,
seleccionadas para él. Donde quiera que vaya, todo instante de su vida va a estar
sumergido en un desfile de consumo de imágenes seleccionadas especialmente como
redes de apariencias, manteniéndolo en un estado de sopor constante. La distancia se
vuelve clave para la vida del sujeto, alejándose del objeto y de sí mismo producto de una
inversión de la realidad. El hombre tiene miedo de sí mismo, de su verdad, su sexualidad,
intimidad, de su historia y trata de huir. Nunca se conoce a sí mismo; nada en un mar de
mentiras, de trucos, una fábula de su vida que se repite a diario. Las imágenes de la que
solo es espectador lo atrapan transformándose en su única verdad. Todo el resto de su
vida es algo que ve a lo lejos, donde no se compromete, sólo como un objeto que adorna
su vida con placer, dejando de lado todo elemento potencialmente nocivo. Así se mueve
la sociedad, sometida a sí misma, por sí misma.

Dentro de este acto contemplativo está inmerso el deseo de mirar, el deseo de consumo
audiovisual del ser humano que lo ha perseguido desde sus inicios. Ese deseo, el acto de
mirar, es inherente al ser humano y sólo se convierte en patología cuando reemplaza la
satisfacción de la líbido por cualquier otro medio. Tenemos una realidad separada a través
de la ventana, convertida en una patología propiamente tal que llamaremos voyeurismo.
El voyeurista en la psiquiatría clásica padece de un trastorno mental, buscando satisfacer
la libido por medio de observar de manera compulsiva la vida sexual de otro. El
voyeurismo entonces será clasificado como parafilia, la cual es el un comportamiento
sexual donde la satisfacción se da por algo que esta fuera de la cópula.

Se nos presenta hoy una era cuyas características están enfermando al ser humano, a los
hombres y mujeres que no poseen esta patología psiquiátrica del voyeurismo. Al igual que
este trastorno mental, nuestro deseo audiovisual inherente está siendo potenciado en
esta era digital hasta el punto en que se topa con el límite de la patología; el reemplazo
del acto, la participación y la creación por la contemplación pasiva y paralizante. De un
sujeto que se expresa e interactúa con su mundo, pasamos a un sujeto abúlico que se
ha alejado de ese mundo y aislado en sí mismo, por sí mismo y hacia sí mismo. El ser de
carne y hueso se convierte en una mera silueta inerte y casi translúcida, sentada frente a
una pantalla compuesta por millones de puntos luminosos, que crean una imagen virtual
hipnotizante y altamente adictiva, donde el único propósito es satisfacer la necesidad
de continuar el consumo que requiere su adicción. Un ser que se ha ido aislando,
comprimiendo, empequeñeciendo, a tal punto que llega casi a desaparecer como persona,
angustiándose y desesperándose al final por el vacío en que se ha convertido su interior,
el vacío insoportable e invivible que sólo logra volver a llenar con la farsa de la imagen
que se pretende real. La necesidad del espectáculo es tan fuerte por este mismo hecho
de aliviar una necesidad que no pude ser aplacada de otro modo… los otros modos
se esfumaron en un pasado que no se logra recordar, que parece estar más allá de la
posibilidad de alcance del hombre, que por encontrarse escondido tras el horizonte, se
toma como inexistente.

Al mismo tiempo que goza de las imágenes, donde se implanta y se entierra, al mismo
tiempo que se convierte en un profundo conocedor de la intimidad de los otros, se
repliega y clausura su propia intimidad. Vive las otras vidas y no vive la suya propia. Se va
de sí mismo, olvidándose de su tierra hacia el cielo de lo divino. El intento por purificarse,
toda degeneración producto de su insatisfacción y desagrado a la imagen implantada de sí
mismo, lo impulsa hacia rituales propios de una realidad fascinadora y divina por su forma
de mostrarse posible, aún así nunca realizable.

Sin embargo, hoy la imagen trasciende la fantasía y produce realidades, realidades que
saturan el espacio interior del hombre hasta el punto de convertirlo en un verdadero
desertor social, un ser desinteresado e indiferente ante el universo que lo rodea, ante el
medio en que está inserto, con el que parece haber perdido la necesidad de interacción,
un ser vivo que sin embargo no se escucha respirar y se acerca peligrosamente a
transformarse en un objeto inerte. Un objeto que, sin embargo, mira, sólo mira.

El ser humano se enfrenta hoy a una paradoja dura y cruel; se le ofrecen más opciones
que nunca, pero se encuentra imposibilitado para elegir. Las alternativas de consumo
son ilimitadas. La saturación y la parálisis aumentan proporcionalmente a las opciones
de consumo, llegando al punto donde la libertad del individuo existe, pero no puede ser ejercida. El sujeto se hunde por su imposibilidad de movimiento o acción. Es aquí donde
aparece espectacularmente la ilusión de la imagen, como un salvavidas de vivos colores,
que le hace creer que emerge del naufragio, un salvavidas con la forma de una pantalla
donde siente que puede respirar, que puede vivir, que aún tiene proyectos y sueños.

La producción de opciones es el intento del sistema por invertir su propia responsabilidad
al sujeto. Como Poncio Pilatos, el sistema “se lava las manos”. Aunque es este sistema el
que finalmente elige por la persona, la responsabilidad de la elección será del individuo.
El individuo no comprende del todo, pero cree en la ilusión de su propio poder, siendo
enmascarada la naturaleza coercitiva en esencia, de las apariencias de proposición,
luego persuasión y manipulación, para finalmente ser una imposición violenta. El sujeto
se encuentra bajo la constante amenaza de ser juzgado. Con este peso encima, vivir se
hace insoportable y, frente a esto, la persona encuentra una solución: replegarse hacia
sí mismo, reprimirse y transformarse en un ser pasivo que evita cualquier acción que
pueda ser juzgada y termina haciendo nada más que mirar el mundo, alienado de éste y
de sí mismo a través de una ventana, el escudo de defensa del voyeurista. Hoy en día, la
pantalla es esta ventana, a través de la cual mira el único mundo que considera real.

Hoy nuestra identidad depende de nuestra capacidad de elección. No heredamos
esta identidad, la tenemos que construir día a día. Como la cantidad de libertad es
directamente proporcional a la parálisis, la identidad se somete a una forma susceptible a
manipulación. El individuo, por este vacío de identidad, anhela inconscientemente dar a la
construcción de uno mismo responsabilidades a estructuras externas. Ante la incapacidad
de elegirse a uno mismo, el sujeto tiende a encontrar la inclusión en una comunidad que
le entregue una identidad prestada. Otra vez la ilusión. Ante el creciente sedentarismo, las
comunidades más accesibles son las de las redes sociales virtuales a las que el individuo
puede pertenecer sin mayor riesgo ni compromiso, a la manera de voyeur.

La vida es cosa de elecciones. Las antiguas tablas de los diez mandamientos se encuentran
hoy en blanco. Tenemos tantas opciones y alternativas a nuestra disposición a través de
una infinidad de medios audiovisuales, que nuestra psiquis se ve invadida constantemente
de preguntas. Más y más preguntas. Decidir cada día, una y otra y otra vez. Es avasallador.
Esta enorme cantidad de opciones de consumo y de todas las materias de la vida en
general, tiene efectos negativos. Primero, que crea parálisis más que libertad, porque
es demasiado difícil elegir entre este alud de alternativas. El individuo se ve abrumado,
paralizado. Segundo, si finalmente superamos esta parálisis y logramos elegir, nuestra
satisfacción por la elección que hicimos, por la opción que tomamos, es mucho más baja
de lo que hubiera sido si hubiera habido menos alternativas. Valoramos las cosas encomparación con las otras, mientras más comparaciones podemos hacer, más difícil es
valorar lo nuestro, más difícil es sentirse satisfecho. Más opciones, menos satisfacción.

Más allá aún está el tema de las expectativas. Hoy el individuo tiene altísimas
expectativas, por lo que es mucho más susceptible a frustrarse. Antes, la responsabilidad
era del mundo, del sistema, hoy es de cada uno de nosotros. ¿Quién tiene la culpa? Yo.
El sistema nos ha jugado una mala pasada. Creímos que se nos entregaba libertad… se
nos entrega culpa. Y el culparse uno mismo es una de las variables más influyentes de las
depresiones e incluso suicidios, males que afectan a una gran parte de la población.

¿Dónde nos refugiamos de la responsabilidad y la culpa? En la pantalla que miramos
desde nuestra distancia segura, la distancia del voyeur, la distancia con el mundo. ¿Dónde
nos podemos sentir incluidos, superando la soledad y el sentimiento de exclusión? En las
redes sociales virtuales, en los foros temáticos y los chats. ¿Cómo llenamos los vacíos?
Con las realidades que nos ofrecen las imágenes. ¿Con qué reemplazamos nuestra
inmovilidad? Con videos de acción. ¿Nuestra apatía? Con comedias televisivas. ¿Con qué
reemplazamos nuestra falta de vida e intimidad? Con dramas y reality shows. Sin embargo
¿Cómo nos detenemos por unos momentos? ¿Cuándo nos sentiremos satisfechos?
¿Podrá el movimiento y la luz de los pixeles alejarnos de ese límite con la materia inerte?