Diría que mis
días han sido observados por mi mente sin impedimento más certero que un ojo
que lo vislumbra todo bajo un umbral que marca cada clase no más ni menos que
la anterior ni posterior. Bajo las escaleras pensando en mi bebida, el refrigerador
esperándome me grita que me apure, pero nada puedo hacer ya que mi cuerpo, por
más limitaciones biológicas que tenga, está impedido y lisiado por unos cuantos
miligramos de benzodiacepinas. Veo que el televisor está prendido. ¿Acaso lo
había dejado prendido desde anoche? Comenta una locutora del canal 5 sobre una
muerte de un carabinero en el trabajo. Supuestamente murió tratando de arrestar
a un travesti que vestía de hombre. Era extraño, un paco loco sin dudas y
muerto por tonto, si se me permite decir.
El refrigerador
no estaba vacío, afortunadamente. Había todo tipo de manjares esquicitos y
trozos de torta del día anterior, mi cumpleaños. No me sentía con ganas de algo
en específico, asique miré el refrigerador hasta que lo cerré y subí al tercer
piso, sin más que agua en un contenedor muy pequeño para mi gusto. Abrí la
ventana, esa que tanto odiaba, y viendo un edificio y un jardín descuidado, me
tiro llegando al suelo quedando medio muerto en el piso, pensando en mi madre.
Lentamente me siento solo, lleno en mi corazón de desamparo, esperando ayuda de
alguien que no existe y nunca existirá. Me calmo, mi dolor se aleja y decido
morir por mi cuenta, no por mis heridas de un intento de suicidio desde el
tercer piso. Muero por mi iniciativa, parando mi corazón por una cuádruple sobredosis
de citalopram genérico que me había tomado hace unas 3 horas.
Adiós querida
vida, adiós querido ¡PUTA AMBULANCIA! ¿Me salvaran?
3 días después despierto
y le pido al médico que me mate. Él acepta luego de una evaluación psicomoral y
me da una dosis letal de componentes desconocidos.
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